“Abandonen toda esperanza, ustedes que entran”

«Lasciate ogne speranza, voi ch’intrate» parece ser el destino de aquellos y aquellas que entran a una cárcel colombiana. Parece que un ciudadano o ciudadana al ser recluido en uno de estos lugares estuviera condenado, en tierra, a entrar al infierno de Dante, a atravesar aquella puerta indolente que el poeta, junto con Virgilio, penetró y que recuerda: «Por medio de mí se va a la ciudad doliente, se va al dolor eterno, por mí se va entre la gente que ya se perdió… abandonen toda esperanza, ustedes que entran».

 
La posibilidad de remedio de una persona, al entrar a una cárcel es casi nula. La existencia del dolor, la infamia y la indignación es un hecho visible que ha venido siendo denunciado en los últimos meses. Una cárcel en Colombia es una «ciudad» doliente, sin esperanza, donde la posibilidad de la alegría futura, la reconstrucción de una vida, la resocialización están perdidas. No olvidemos que «toda persona tiene remedio», es un principio que guía nuestra Constitución.
 
No quiero defender la impunidad, ni que ante acciones ilegales las personas no deban ser judicializadas y en algunos casos sean condenadas a pagar penas. Pero sí quiero exponer críticamente dos aspectos fundamentales que tienen relación con la política criminal y la política social de este país. En primer lugar, cuestiono radicalmente la idea de que con aumento de penas y con cárceles (ley por las malas) se solucionan los conflictos sociales de una sociedad, no olvidemos que también hay regulación moral y regulación social. En segundo lugar, ninguna persona, léase bien, ninguna persona merece que se violente su dignidad y se violen sus derechos humanos. Sanciones sí pero dentro de un marco normativo claro y respetando la humanidad del juzgado.
 
En los últimos días, con algunos miembros de la Comisión de Paz de la Cámara de Representantes, en una tarea humanitaria, hemos visitado varias cárceles de Colombia. La situación es intolerable e insostenible:
 
– En varias cárceles hay problemas de agua, solo la ponen tres veces al día y en algunos lugares tienen que trasladarla en vasijas para los baños y sanitarios.
 
– Hacinamiento en patios, corredores, baños.
 
– En muchas cárceles solo hay un médico, con rotaciones de cada ocho horas para atender en algunos casos cerca de 7.500.
 
– Para garantizar «seguridad» los baños y sanitarios no tienen privacidad. Se toca hasta la última fibra de la intimidad.
 
– Algunas edificaciones son «frigoríficos para animales». Lugares donde nunca entra el sol, en especial en las cárceles nuevas.
 
– Pudimos conocer casos de presos con cáncer, úlceras, dermatitis agudas, problemas pulmonares que son tratados con «ibuprofeno».
 
– Son varios los casos de personas con enfermedades mentales sin ninguna atención.
 
– Existen mafias para acceder a derechos: visitas, salidas al médico, rebaja de penas por trabajo.
 
– Centros de reclusión donde los presos solo ven a sus hijos y nietos 48 horas al año.
 
– Mujeres que deben entregar sus niños recién nacidos al Instituto Colombiano de Bienestar Familiar, porque no tienen condiciones para cuidarlos durante sus primeros meses de vida.
 
Esta situación no es casual, es producto de una política que se fundamenta en una noción del infractor como un ser que no merece oportunidad y que basa su idea de justicia en la emoción de la venganza.
 
Roberto Gargarella, en su libro De la injusticia penal a la justicia social, defiende la idea, pertinente para este debate, de que «en sociedades marcadas por la desigualdad nos enfrentamos al serio riesgo de que el aparato coercitivo del Estado se use para mantener un Estado injustificado de cosas». Unas cárceles que violan derechos, que encierran a los más desventajados de la sociedad y que los tratan como animales. Es necesario, dirá Gargarella, «reconectar la justicia social con la justicia penal» y, a su vez, no castigar la pobreza con la cárcel sino brindar oportunidades y garantizar los derechos fundamentales de las ciudadanas y ciudadanos excluidos de este país.
 
En resumen, las cárceles en Colombia se han convertido en máquinas de exterminio. Lugares donde en medio de la indiferencia y el olvido mueren cada día hombres y mujeres.
 
Columna de Angela Robledo para el periódico La Patria

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